“En lugar de poder confiarse a una sola ruta trazada de antemano, el que se ha introducido en el laberinto sabe a la vez que hay salida y que, sin embargo, nada conduce directamente a esta salida. El símbolo del laberinto precisa, por lo tanto, el término de caos; ese término no significa ninguna otra cosa que ausencia de organización predeterminada. El mundo es informe, por exceso (hay demasidas vías en el laberinto, como hay múltiples vías lácteas en el cielo) y por ausencia de formas (cada estrella obedece a su "ley por encima de sí"). No es sino sobre un fondo de caos como cada uno puede abrir, dolorosa y difícilmente, la vía creadora: "Es necesario llevar dentro de sí mismo el caos, para poder engendrar una estrella danzante". Una estrella que sigue su ruta desde su posición determinada, sobre un fondo de inmensidad, tal es la imagen del hombre dionisíaco. Así es como lo expresa un póstumo de la época del Zaratustra: "Un hombre laberíntico no busca la verdad, no busca nunca más que a su Ariadna": no busca igualarse estúpidamente con la profundidad celeste, busca, sin embargo, ese "equilibrio dorado de todas las cosas" que tiene el nombre de Ariadna. Estas imágenes no deben interpretarse en un sentido inmovilista. En cuanto que el término de caos no debe sobredeterminarse de manera romántica y nihilista, no puede ser desligado de toda connotación de peligro, de extravío, por la misma razón que el de laberinto. Pues la misma afirmación del caos no conduce a una actitud de complacencia espectadora; el caos está en cada uno, del mismo modo que cada uno está extraviado en el laberinto.”
Paul Valadier - “Nietzche y la crítica del cristianismo”
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